La Cuarta Republica

Correo politico, economico y literario de Monterrey

viernes, marzo 02, 2007

Recuerdos del porvenir

Jueves 3 de agosto de 2006

Gustavo Iruegas

Megafraude vs megaplantón
La ocupación del Paseo de la Reforma es mucho más que una molestia para los automovilistas que suelen usar nuestra vía más elegante. Es una prueba de fuerza. Dicho más coloquialmente, se trata de jugar unas vencidas entre la oligarquía, pequeña y poderosa, y el pueblo pobre, cuantioso y resistente. Muy resistente.

A esta situación se ha llegado por un proceso progresivo de abuso y desprecio de la legalidad y de la democracia por parte de la coalición fáctica y clasista de gobierno, partido, dinero y prensa. Fracasaron los juicios multimillonarios de indemnización a falsos terratenientes; se montó el infame proceso del desafuero; se lanzaron las campañas sucias y mentirosas apoyadas ilegalmente desde el Ejecutivo y los sectores empresariales; se utilizó a tránsfugas del PRI expertos en operaciones electorales tramposas; se intentó falsear las cuentas de las casillas y de los distritos, y se utilizó el aparato del IFE para inducir un resultado alterado en la cuenta de los votos. Cada uno de estos intentos fue desmontado y derrotado con el arma formidable de la movilización popular.

Ahora el asunto ha llegado a los pasos finales del proceso regular. El tribunal electoral ya no puede simplemente sancionar lo dicho por el IFE, como podría haber sido si esa institución hubiera actuado con la eficacia y la transparencia necesarias; ahora debe resolver el grave problema nacional que resulta de los dudosos resultados de las cuentas y de la certidumbre de que la sociedad está dividida en dos partes irreconciliables y que, de acuerdo con los preceptos de la democracia, una debe aceptar ser gobernada por la otra.

Ese es el grave problema que le toca resolver al tribunal. Sus integrantes necesariamente sienten la enorme presión de la responsabilidad histórica. Sin embargo, más allá de eso, el tribunal no es presionable. No por movilizaciones populares ni por gestiones personales o chantajes o amenazas. Ni la condición de los magistrados ni su integración colegiada lo permiten.

Así, la movilización popular no está orientada a forzar una decisión de los miembros del tribunal que no tomarían de otra manera, pero sí a demostrar que la magnitud del movimiento hace necesario e inevitable que el veredicto se sustente en la transparencia absoluta, general e incuestionable del escrutinio. En ello descansa la gobernabilidad de México. No solamente la gobernabilidad negociable de las mayorías en el Congreso, sino la gobernabilidad en su significado profundo de paz social.

Esta comprometida situación no parece haberse comprendido y la presencia popular en la calle se asume como una insolencia que ha desbordado la irritación y la imaginación de los dueños de los medios informativos comerciales y de sus personeros, a su vez movilizados para escandalizar a nuestra encantadora y pequeña burguesía porque ha sido invadido su Paseo.

Piensan que el mismo alegato con que azuzan a la parte cursilona de la clase media sirve para indignar a los que se mueven en el Metro o en los peligrosos microbuses; niegan el derecho a sentarse en ese pavimento a los desempleados y a los que solamente admiten ahí si limpian sus parabrisas o venden al por menor productos chinos contrabandeados al por mayor por los grandes comerciantes. Pero ni por asomo consideran bajarse de sus autos o incursionar en los barrios pobres, o en viajar en el Metro o en microbús. Eso no es para ellos.

Olvidan que hace unas semanas se produjo la quinta ocasión (68, 85, 88, 2005 y las campañas de 2006) en que el pueblo de México superó la campaña propagandística utilizada para mediatizar su opinión y su actitud frente a los abusos del poder. El pueblo no puede, todavía, silenciar las campañas histéricas en la radio, la televisión y en los periódicos, pero ya no las escucha. Ahora se hace escuchar. Y toma el Paseo de la Reforma.

A la clase media pensante se le ha llamado renegada, y a veces lo es, no de su clase, sino de su compromiso. Sería comprensible la inconformidad con la ocupación del Paseo de la Reforma si se tratara de una acción aislada y voluntariosa, pero no es el caso. Es una respuesta a una agresión infinitamente más seria y trascendente; la que se hace sobre la voluntad popular y que, de permitirse, redundaría en la anulación de la democracia y la perturbación de nuestra convivencia.

Solamente se perciben dos circunstancias que llevarían a la desocupación del Paseo de la Reforma: que el conflicto se haya dirimido a cabalidad y legalmente, o que la toma callejera sea sustituida por formas superiores de resistencia popular.

Adelante, compañeros.

Gustavo Iruegas

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Usted está aquí: Edición del 16 de febrero de 2007 → Opinión → Un paso al frente
Gustavo Iruegas

Un paso al frente
Cada día 9 de febrero el Ejército recuerda la marcha de los cadetes del Heroico Colegio Militar acompañando al presidente Francisco I. Madero del castillo de Chapultepec al Palacio Nacional, donde resistiría a los jefes militares alzados en armas contra su gobierno democráticamente electo. El bizarro acto no impidió el posterior asesinato del presidente. Ese no ha sido el único caso en que la lealtad del Colegio Militar al presidente de la República se ha manifestado en los hechos. El heroico plantel también acompañó al presidente Carranza cuando, traicionado por los más importantes generales del Ejército conjurados en el Plan de Agua Prieta, inició su penosa marcha hacia Veracruz asediado por las tropas rebeldes. Habiendo quedado en libertad de permanecer en la ciudad de México, pero conminados a dar un paso al frente si estaban dispuestos a seguir y proteger al presidente, los integrantes de la Escuela de Caballería del Colegio Militar optaron por la lealtad. Unos días después, en Apizaco, cuando la proximidad del enemigo ya no permitía otra cosa, se determinó lanzar una furiosa carga al sable por la caballería -quizá la última en nuestra historia- de los cadetes sobre las huestes obregonistas, que se vieron forzadas a dar la media vuelta y huir precipitadamente. También en este caso la traición se consumó con el asesinato del presidente Carranza.

Estas dos muestras de lealtad la hicieron los cadetes frente a la traición de los generales, lo que permite apreciar que el ritual está dirigido más a los militares que a los civiles. Con la consolidación de los gobiernos revolucionarios la lealtad militar al presidente civil se convirtió en un elemento doctrinario del Ejército que acomoda especialmente a la segunda de sus misiones, la que consiste en garantizar el orden interno, concepto que incluye tanto la paz social cuanto la legitimidad del régimen. Esa actitud -doctrina y práctica- diferenció al México de la segunda mitad del siglo XX del resto de América Latina, donde los ejércitos estaban prestos al golpe de Estado y la instauración de dictaduras militares en nombre de la democracia.

Ahora las cosas han cambiado. En Latinoamérica, como consecuencia del fracaso económico, político, social y moral del neoliberalismo, aumentan los gobiernos incuestionablemente democráticos y progresistas que dan a sus programas compromiso social y perspectiva nacional. México, en un movimiento regresivo respecto de su propia historia, ha sido colocado en la extrema derecha de la región latinoamericana y ha sido aquí -impensablemente aquí- donde se ha producido un golpe de Estado: una operación destinada a preservar el poder establecido, transgresora de las normas constitucionales, llevada a cabo por órganos del mismo Estado con la participación o tolerancia de los aparatos de fuerza, destinada a imponer un gobierno de hecho sobre la sociedad y en contra de la voluntad y los intereses populares. De ello resulta un gobierno en los hechos, un gobierno de facto.

No obstante lo anterior, las fuerzas armadas de México tienen origen popular. Su pie veterano surgió de los hombres que integraron el ejército constitucionalista que combatió al usurpador y de otras fuerzas revolucionarias. Todavía hoy se nutre de tropa y oficialidad proveniente de las clases populares. Entre los jefes y generales se oye la explicación -a veces en tono de queja- de que la mayoría de los jóvenes que se inscriben en los planteles militares no lo hacen guiados por una clara vocación castrense, sino porque la educación militar es todavía una opción para los pobres: ofrece casa, comida, sustento, carrera y movilidad social. Es por eso que los soldados mexicanos, junto a la educación castrense, reciben la formación patriótica; inculcada por la doctrina, pero sustentada en el origen de clase.

La doctrina militar no es la invención de un iluminado: es una extracción de la historia, y del conocimiento de la actualidad que apunta al cumplimiento de los objetivos que se espera alcanzar. En el caso de México, en los niveles doctrinarios más altos están el patriotismo, la lealtad, el valor, la disciplina, la obediencia, la preparación y la superación profesional. Esos valores se cultivan, tanto en el nivel institucional como en el personal, mediante la recordación de los episodios que les dan origen, el reconocimiento de los actos que los reiteran y el reforzamiento conceptual metódico y sistemático. Es necesario completarlos y actualizarlos.

La lealtad al presidente fue un gran avance de la doctrina militar mexicana, pero ahora, en las circunstancias actuales de México, de nuestra América y del mundo, la institución castrense nuevamente debe dar un paso al frente y elevar esa lealtad a la República, a la Constitución, a la democracia y, en suma, a la nación mexicana.

El poder del gobierno de facto proviene de las instituciones. El poder legítimo surge del pueblo. El Presidente Legítimo de México fue investido por el pueblo; el señor Calderón, elevado por la oligarquía, fue también socorrido por los generales, sin cuyo respaldo no hubiera sido posible la toma de posesión.