La Cuarta Republica

Correo politico, economico y literario de Monterrey

jueves, noviembre 16, 2006

La izq. Buena

Martí Batres Guadarrama

La izquierda buena... según la derecha

Aislado, ilegítimo, marcado en la frente como en Miércoles de Ceniza por el estigma del fraude, Felipe Calderón y su grupo buscan a como dé lugar abrirse paso, granjearse aliados y restar fuerza a sus adversarios. Trabajan a marchas forzadas apretando todos los botones y construyendo con sus asesores líneas de acción o de opinión en todos los terrenos. De esta manera, han lanzado a través de los numerosos editorialistas que controlan un modelo de lo que debe ser la izquierda. Sí, aunque parezca increíble, editorialistas que han atacado rabiosamente a la izquierda mexicana en los últimos años, y hasta sexenios, han dedicado su espacio y tiempo de las últimas semanas a definir lo que es "una verdadera izquierda".
Así, la derecha represiva y fraudulenta de nuestros días quiere dar línea de cómo debe ser la izquierda. Por eso, para ellos hay una izquierda buena y una izquierda mala. La izquierda mala, según ellos, es aquella que gana las elecciones, que convoca a 15 millones de votantes en su apoyo, que protesta cuando hay fraude electoral, que defiende a las clases populares cuando les quieren aumentar los impuestos, que rechaza las privatizaciones de las empresas públicas, que defiende los energéticos en manos de la nación, que critica a los poderosos que concentran la riqueza nacional en sus manos, que promueve los derechos sociales universales como la pensión a adultos mayores, que rechaza el Fobaproa y los rescates de los ricos. Esa es la "izquierda mala", también llamada "populista", "ultra", "radical".
Según el evangelio de San Felipe del Sangrado Corazón de Jesús del Fraude Electoral, hay una izquierda "buena". La izquierda buena es diferente. No se confronta con la derecha. Dialoga con los gobiernos panistas, aunque sean fruto del fraude electoral.
La izquierda buena no pretende llegar al gobierno. Acepta el papel que la derecha le da. Sabe que su deber es ser minoría eterna. No se le ocurre la imprudencia de buscar ganar la mayoría electoral y, menos aún, el gobierno federal. La izquierda buena sabe que la Presidencia de la República está reservada para la derecha.
La izquierda buena no cuestiona la política neoliberal. Por el contrario, comprende que vivimos tiempos nuevos, y que por lo tanto debemos integrarnos a la globalización. La izquierda buena acepta las privatizaciones, particularmente si se trata de los energéticos, y rechaza el viejo nacionalismo conservador.
La izquierda buena entiende que debe haber una reforma fiscal, y que no estarían mal unos cuantos puntitos de IVA en alimentos y medicinas, pues así el gobierno tendría dinero para programas alimentarios y de salud. La izquierda buena sabe negociar en estos temas y no se aferra intransigentemente al viejo populismo paternalista, en el que los pobres pagan muy poquitos impuestos. La izquierda buena entiende que las facilidades fiscales las deben tener los grandes empresarios, pues son ellos los que generan los empleos.
La izquierda buena apoya los subsidios a los banqueros, pues aunque no estén quebrados, si no se les subsidia se pueden poner nerviosos los mercados, y viene la crisis.
La izquierda buena no anda proponiendo derechos sociales universales. Eso es populismo, y el populismo, como su nombre lo dice, es algo terrible. Por eso, la izquierda buena acepta que los programas sociales beneficien solamente a los que son de plano muy, muy, muy pobres, pues construir un estado de bienestar social ya es un anacronismo.
La izquierda buena no anda peleando en las calles. Eso es violencia. Al contrario, la izquierda buena acepta que se reglamenten las marchas, que haya manifestódromos, que sólo puede haber manifestaciones los domingos, y eso de vez en cuando. La izquierda buena no se manifiesta en calles prohibidas como Reforma, y menos aún hace plantones, pues se entiende que Reforma es sólo para los ricos. La izquierda buena pide el uso de la fuerza contra los plantones y manifestaciones.
La izquierda buena no se opone a la toma de posesión del presidente espurio Felipe Calderón, pues eso atenta contra las instituciones, la unidad de la nación, la paz pública y el orden establecido. La izquierda buena se cruza de brazos, acepta el fraude, espera la toma de posesión y aplaude al usurpador, pues cuestionar el fraude electoral es cuestionar una de las instituciones más sagradas del Estado mexicano.
Para desgracia de los editorialistas de la derecha, estamos muy lejos de la existencia vigorosa y activa de esa izquierda buena. Y lo que vemos en el horizonte es una izquierda dispuesta a reivindicar su derecho de disputar el rumbo de la nación.

Democaria Cristiana; ayer y hoy

Bernardo Bátiz V.


Democracia cristiana; ayer y hoy


En 1972, siendo secretario general del PAN, del viejo PAN que se negaba a ser definido como de derecha y que pugnaba por una reforma democrática de la estructura, asistí al Ifedec, Instituto de Formación Demócrata Cristiana, en Caracas, Venezuela, a un seminario sobre democracia participativa y conviví con los dirigentes de esa organización internacional, que se encontraba entonces en un momento brillante de su historia.
Rafael Caldera gobernaba Venezuela, Arístides Calvani era canciller y Herrera Campins dirigía el instituto; había partidos demócratas cristianos fuertes y bien estructurados en Chile, Argentina, Brasil, Centro América; los líderes del movimiento lo definían entonces como la "tercera vía", frente a los dos crudos materialismos que se enfrentaban aún en la guerra fría: el ruin capitalismo, fundado en la explotación de los trabajadores y en la acumulación feroz de la riqueza en las grandes corporaciones mercantiles, y enfrente, el socialismo real, perseguidor implacable de sus enemigos y negado por esencia a la democracia y a las libertades individuales.
Los partidos de derecha de entonces tachaban en Sudamérica a la democracia cristiana y en México al PAN de "marxismo con agua bendita", y en las luchas políticas estos partidarios de la tercera vía tenían su propio perfil y rechazaban la clasificación reduccionista de derechas e izquierdas. Estuvieron en México, en actos internos del partido, tanto Rafael Caldera, líder político de más alta jerarquía, como el ideólogo Arístides Calvani.
La democracia cristiana era la opción; "nuestra" opción para el rescate de "nuestra" América, como la definió el incansable Raúl Aguilar; se proponía dar un paso más allá de la democracia formal y avanzar por las sendas de la participación directa del pueblo en las decisiones fundamentales en la política y en la economía. Se buscaba democratizar a los gobiernos, con instituciones nuevas de democracia directa, que brincaran el formalismo excesivo de la democracia representativa y a los sindicatos, rescatándolos del control de los gobiernos y los partidos, hasta la empresa misma, por medio de la llamada cogestión, que no era sino la participación obrera en la dirección y, por supuesto, la copropiedad del capital por medio del accionariado para los trabajadores.
Hoy nos asombra que los herederos de los aguerridos partidos de inspiración social cristiana de América Latina, algunas de cuyas expresiones eran verdaderamente radicales en favor de la justicia social y distributiva de bienes y servicios, hayan elegido para dirigirlos por un trienio a un personaje salido de la más cerrada derecha, cercana al fascismo, sin asomo alguno de los valores defendidos por los principios ciertamente no comunistas, pero mucho menos capitalistas y pro empresariales, que abraza el actual PAN, tan distante y tan distinto del que recuerdo y en el que milité.
Puede ser que en Sudamérica no conozcan bien la ideología y la historia de quien acaba de ser electo para dirigirlos, o bien, que haya sido la corriente más conservadora de la democracia cristiana alemana la que ha prevalecido como influencia preponderante en los actuales militantes y dirigentes; lo que sea, lo cierto es que la abierta derechización del PAN, iniciada a mediados de los 80 y consolidada con la alianza con el gobierno de Carlos Salinas, no es una buena señal para los países latinoamericanos.
Significa el riesgo de un contagio pragmático de abandono de la doctrina a cambio de la adopción de métodos "eficaces", que los lleven al poder, aun poniendo en riesgo, como se hizo en México, la misma soberanía y la identidad nacionales, al adoptar como modelo a un gobierno de empresarios con los ojos puestos en Estados Unidos.
La adopción, como en México, de campañas de publicidad, con todos los recursos tecnológicos modernos y al costo que sea, para imponer un color, un emblema, un candidato fabricado por los creadores de imagen y, a cambio, abandonar propuestas, programas y fundamentos ideológicos, puede tratar de ser impulsada por el nuevo dirigente, quien sin duda contará, como contó en nuestro país, con todo el apoyo de los empresarios más poderosos y más insensibles, de aquí y de allende la frontera.
Caldera decía en 1960, cuando no había llegado aún al poder y combatía desde la oposición a la dictadura de su país: "Hay una justicia social que establece desigualdad de deberes para restablecer la igualdad fundamental de los hombres; esa justicia social existe en nombre de la solidaridad humana". ¿Estará el nuevo dirigente de la Organización Demócrata Cristiana de América, Manuel Espino, en esa sintonía? Creo que no: así como se desvirtuaron los principios panistas, así se corre el riesgo, ahora, de que la democracia cristiana se diluya en una derecha cada vez más ciega y cada vez más proclive a renunciar a nuestra esencia latinoamericana y a la utopía de una vida mejor y más digna para "todos" (como reza el olvidado lema panista), no sólo para los poderosos.